Estado mínimo, mercado máximo

Las dinámicas de las negociaciones comerciales internacionales responden a la lógica de acumulación dominante.

Fuente: Observatorio de Multinacionales en América Latina

En los últimos años hemos comenzado a discutir sobre instrumentos que, bajo la engañosa idea de modernidad, representan una nueva ofensiva por asegurar cada vez más la presencia del mercado en todas las esferas de la vida de las personas y limitar el espacio soberano para las políticas públicas en favor de las mayorías sociales. El objetivo es el blindaje de los esquemas de acumulación de las empresas transnacionales (ETN).

Diseñados para bypasear a la Organización Mundial del Comercio (OMC), los llamados acuerdos mega regionales instalaron nuevos estándares en las negociaciones internacionales. La crisis de los dos pioneros, el Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TPP) y la Asociación Transatlántica de Comercio e Inversión (TTIP), y el estancamiento del Acuerdo sobre el Comercio de Servicios (TiSA), demuestran que más allá de las estructuras las cláusulas han llegado para quedarse. Se transformaron en impulsos renegociadores de tratados bilaterales[1] y son la clave para el intento de resucitación de la OMC en la XI Conferencia Ministerial de Buenos Aires[2].

Las dinámicas de las negociaciones comerciales internacionales responden a la lógica de acumulación dominante. Esta etapa del capitalismo neoliberal se caracteriza por la consolidación de las cadenas globales de producción, conducidas por empresas trasnacionales que en general tienen sede en el centro capitalista. La búsqueda constante por expandir la frontera de explotación lleva al extremo la presión por la desaparición del Estado de la vida social y económica de las comunidades. Las empresas presionan por una mínima regulación de actividades humanas (servicios) para asegurar su voracidad de lucro: en las finanzas, las telecomunicaciones, el transporte, las relaciones laborales, la salud, las normas de protección del ambiente, la protección social[3]. Al mismo tiempo, los sectores tradicionalmente reservados para la prestación pública de los servicios son crecientemente disputados como espacios de negocio para las trasnacionales.

En palabras de la profesora Jane Kelsey: ¨El neoliberalismo enfrentó el imperativo económico de regular los servicios en función de la acumulación de capital contra el imperativo social de bienestar humano, distribución de la riqueza y consolidación democrática” [4]. Las reformas implantadas a nivel nacional fueron reforzadas y blindadas con tratados internacionales que imponen rigurosas obligaciones a los Estados[5].

Ante el estancamiento del Acuerdo General sobre el Comercio de Servicios de la OMC (AGCS), los lobbies trasnacionales presionan con esta nueva oleada de instrumentos del neoliberalismo, que lleva al extremo la voracidad corporativa sobre las políticas públicas en general y los servicios públicos en particular.

La farsa de la exclusión de los servicios públicos

La pretendida liberalización del comercio de servicios ha sido la coartada utilizada por las corporaciones para intensificar las restricciones a la acción de los Estados. El TiSA, quizás el instrumento que mejor consolida esta estrategia, resulta clave por varios aspectos.

En primer lugar, como acuerdo especialmente dedicado a las negociaciones sobre servicios ha sufrido un particular lobby de las trasnacionales del sector, como muestra el Team TiSA[6], creado en el marco de la Global Services Coalition y liderado por gigantes como Google, Microsoft, AIG, Intel UPS, CitiGroup y Wallmart. Por otra parte, TiSA se ha servido de las condiciones impuestas por Estados Unidos en otros foros, como es el caso del capítulo sobre Empresas del Estado que se diseñó inicialmente para el TPP. Finalmente, ante el fracaso del TTIP y el TPP, TiSA cobra importancia por la dimensión de su cobertura territorial y, por tanto, por su mayor potencialidad para presionar por la inclusión de su ofensiva agenda en las negociaciones multilaterales.

La exclusión de los servicios públicos de las obligaciones de los tratados es una farsa, tal como ya dejaron claro las discusiones que tuvieron lugar en ocasión del AGCS. La nueva oleada de acuerdos reitera una vieja fórmula por la cual se exceptúan los “servicios suministrados en ejercicio de facultades gubernamentales”. Estos se definen como aquellos que no se suministran en condiciones comerciales ni en competencia con uno o varios proveedores de servicios[7], pero, con el nivel de privatización creciente sufrido en las últimas décadas, muy pocos servicios quedarían exceptuados. ¿Quizás la defensa nacional y la justicia?[8]. En la lógica de los tratados, la exclusión de un servicio se determina por la condición de mercado en que es prestado y no en atención a su función social[9].

Esta fórmula importada del AGCS se ve reforzada con otros instrumentos que tienden a debilitar aún más la protección de los servicios públicos y presionan para la privatización. Una innovación de la agenda corporativa de nuevo tipo es la negociación a través de listas negativas para establecer las excepciones a las obligaciones de no discriminación y de no regulación de los mercados de servicios.

Esta es una modalidad altamente exigente, ya que reduce al máximo las capacidades de preservar los espacios para la regulación pública, actual y futura. Los equipos negociadores deben ser conscientes de la completa gama de actividades sensibles que requieren ser exceptuadas e incluso deben poder prever las mutaciones tecnológicas y de las dinámicas societarias para asegurar las exclusiones a futuro. Esta modalidad de lista negativa implica que los servicios que no se listan al momento de la negociación quedarán sujetos al mercado[10].

La exitosa presión de las corporaciones por asegurar el blindaje de su espacio de lucro se manifiesta además en la inclusión de cláusulas como las de status quo (standstill) y trinquete (ratchet). A través de la primera los Estados se comprometen a mantener el nivel actual de penetración del capital privado en los servicios públicos, al congelar el nivel de regulación vigente al momento de la firma. La cláusula trinquete asegura la permanencia e irreversibilidad de cualquier innovación en el nivel de regulación que opere en un sentido más privatizador.

Las importantes experiencias de renacionalización introducidas por países latinoamericanos en sectores de energía, telecomunicaciones, seguridad social, transporte y servicios postales, o la más reciente experiencia de las remunicipalizaciones en diversos sectores de servicios públicos desarrollada con especial fuerza en Europa, serían imposibles con la vigencia de las cláusulas status quo y trinquete[11]. Se hace permanente cualquier experimento privatizador y los gobiernos quedan de manos atadas para la introducción de reformas que busquen recuperar el rol del Estado en la protección de los derechos más básicos, como el acceso a la salud, educación, energía, agua potable, transporte público y saneamiento, por nombrar solo algunos.

Omnipresente pero oculto

El término “privatización” no se encuentra en ninguno de los textos oficiales, pero el sentido atraviesa todos ellos[12]. Desde fines de los setenta se inició un fuerte proceso de corporativización de las empresas públicas, promoviendo su vaciamiento financiero para instalar la idea de su ineficiencia y excesiva burocratización. Este proceso culminó con acciones directamente privatizadoras como la asociación con privados, la tercerización o externalización de actividades y la venta directa de activos públicos. Se fijó como dogma que las empresas públicas deben operar con criterios de mercado para ser eficientes y que el Estado es ineficiente para la prestación de servicios públicos[13].

Empresas estatales y lobbies institucionalizados

Estados Unidos impuso en el TPP un capítulo especialmente dedicado a las empresas del Estado. Un par de días después de la conclusión de las negociaciones en el área transpacífica, las obligaciones contenidas en ese capítulo fueron incorporados a la negociación del TiSA. Estas cláusulas son instrumentos diseñados para avanzar en la agenda de la privatización tempranamente marcada por el Consenso de Washington. Las empresas del Estado son forzadas a operar bajo estrictas consideraciones comerciales en lo que se refiere a la fijación de precios, los estándares de calidad, la distribución y el marketing en la prestación de servicios.

Quedan cubiertas las empresas del Estado que se dediquen ¨principalmente a actividades comerciales¨, es decir, aquellas que consistan en la producción de una mercancía o la provisión de un servicio vendido a los consumidores y por las cuales se obtenga una ganancia[14]. Se excluye a las entidades que realicen actividades sin fines de lucro, pero la definición de lucro es restringida y débil, por lo que se puede afirmar que prácticamente todas las empresas del dominio industrial y comercial del Estado quedan incluidas[15].

En el mismo sentido, se reconocen ciertas excepciones a las empresas dedicadas a la prestación de servicios públicos, pero se les restringe la posibilidad de discriminar a los servicios o proveedores de otros países[16]. De esta forma, se inhabilita cualquier política pública para favorecer el empleo, la innovación tecnológica o la justicia social.

En nombre de la ¨transparencia¨, la nueva oleada de acuerdos contiene diversos mecanismos para la institucionalización del lobby corporativo[17]. En muchos casos, los gobiernos promueven el lobby y lo usan de coartada para la implementación de sus agendas de ajuste[18].

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