Fuente: El Mundo Un reportaje de Alberto Rojas @rojas1977 Marta Soszynska @m_sosz
BANGUI, República Centroafricana
Después de cinco años de guerra, Ghislan tuvo la extraña sensación de verse a sí mismo al otro lado del espejo, vestido como dicen que viste el enemigo. Una mañana se arriesgó a visitar su antigua casa, en el distrito fronterizo entre el barrio islámico y el cristiano. Cuando buscaba restos de su otra vida entre los escombros quemados vio a su vecino musulmán hacer lo mismo con los de la suya en la vivienda de al lado. Entonces ambos hicieron algo con mala reputación durante un conflicto: hablar.
– ¿Piensas volver?
– Me gustaría, pero no puedo hacerlo.
– Yo tampoco puedo volver, pero sueño con ello cada día.
Cuando uno habla con Ghislan, se da cuenta de que en realidad habla con dos personas. Una, la que podría haber sido: un doctor con motivación y carisma. La otra, la que realmente es: un eterno parado que pasa el día buscando un trabajo de unas horas para poder comer, que tuvo que abandonar sus estudios de medicina y que se siente frustrado, engañado y desgastado por una supervivencia desgraciada. A los dos Ghislan sólo los separa una cosa: la guerra.
El conflicto de República Centroafricana consume este territorio de espaldas al mundo. Poco importa que en la propia capital varios grupos armados se disputen barrios enteros y haya muertos a diario. Las noticias del mundo permanecen indiferentes. Más allá de Bangui el vacío informativo es absoluto. El 70% del territorio sufre combates, pero las proporciones de esta carnicería son desconocidas, igual que el número de muertos. A nadie parece afectarle, más allá de sus víctimas, y a nadie parece importarle fuera de estas fronteras. Si hay una guerra realmente olvidada en el planeta, es ésta.
La picadora sigue pidiendo carne. A la capital llegan a diario decenas de heridos de bala de todo el país. Son chicos jóvenes, algunos de ellos reclutados por grupos armados, otros sólo agricultores con un pie en la tumba. Algunos, como Innocence, entraron con dos piernas al hospital y salieron sólo con una. Bangui está llena de mutilados. Desde que comenzó la guerra se han abierto dos grandes nichos de negocio para los carpinteros: fabricar muletas o ataúdes.
Este reportero ha visitado tres veces el país: en 2012, meses antes de la guerra, cuando las armas ya estaban preparadas; en 2015, con el volcán en plena erupción y en este 2018 de todos contra todos. En cada visita se perciben las consecuencias: el país que nunca existió está peor que nunca.
La guerra es mutante. Lo que en 2012 comenzó en el norte de República Centroafricana como una rebelión armada contra el descuido durante años de esas tierras, la mayoría habitadas por personas de etnia musulmana, tornó en una guerra religiosa meses después.
Los milicianos de la Seleka (Alianza, en el idioma local) tomaron aldea tras aldea hasta la capital. Cuando llegaron, 15.000 milicianos bien armados y apoyados por mercenarios de Chad y Sudán, pusieron en fuga a los soldados del ejército nacional, que quemaron sus uniformes, y al presidente François Bozizé, que se refugió en Camerún. Desde entonces, el país no ha conocido un respiro. Surgieron las milicias de autodefensa Antibalaka, de mayoría cristiana, como respuesta a la invasión. Entonces cruces y medias lunas se enfrentaron cuando siempre habían convivido en paz.
Entonces comenzó una limpieza étnica a gran escala a mediados de 2013. Los barrios fueron arrasados y saqueados. Bangui ardió de odio y la venganza se extendió por todo el país. Tiraron a los muertos a los pozos para contaminar el agua, violaron a miles de mujeres y asesinaron a los niños para que no pudieran vengarse de adultos.
Los dos bandos cometieron todo el catálogo de crímenes posible. Todo lo que se puede hacer con un machete se hizo aquellos días en Bangui. En una sola jornada murieron 3.000 personas en torno a una sola calle, la frontera entre los barrios cristianos y musulmanes, la Avenida de Francia. Es el mismo número de soldados que murió en la playa de Omaha el día D. Pero aquí nadie hará películas sobre ellos.
Después llegó la misión francesa, con sus propios intereses de ex colonia que no ha dejado de serlo, el escándalo de los abusos a menores alrededor de su base, el fracaso de la misión de paz de la Unión Africana y el despliegue de la Minusca, las tropas de Naciones Unidas con sus cascos azules y sus precarios avances sobre el terreno.
Los habitantes del tercer distrito acabaron en un cementerio de aviones junto al aeropuerto, un limbo de mugre, infecciones y aguas fecales llamado M'Poko. Como no querían salir de allí por miedo, enterraron a sus muertos junto a los hangares. Hay cristianos encerrados en mezquitas y musulmanes escondidos en iglesias por todo el país. Un obispo español, el padre Aguirre, cobija en su templo de Bangassou a mil personas separadas de la muerte por el propio cuerpo del religioso, escudo humano a su pesar.
Sobre ese escenario apocalíptico se ha construido un presente sombrío: la guerra se ha enquistado y se han roto las alianzas. Las milicias musulmanas se han dividido entre los partidarios de Al Katim y Alí Darassa, y ahora luchan unas contra las otras. Los grupos armados cristianos se unen a ellos según convenga. Surgen ejércitos privados de señores de la guerra en cuyas siglas no faltan las palabras «liberación», «democrático» o «popular» que luchan por los recursos naturales, ya sin ideología alguna, si es que alguna vez la tuvieron.
Este ombligo geográfico del continente chapotea sobre oro y uranio, además de una selva tupida que asegura un suministro de madera de la mejor calidad, animales de caza para la nobleza europea y suficientes diamantes para que todos sus habitantes fueran vestidos de Swarovski.
República Centroafricana vive hoy la pesadilla de Conrad: la guerra se ha convertido en un negocio rentable para aquellos que podrían detenerla. En cambio, la población civil no tiene para comer y muere de enfermedades de curación sencilla en el primer mundo. Médicos Sin Fronteras sostiene hasta dos tercios de las estructuras de salud centroafricanas. Sin este apoyo, miles de personas fallecerían en pocos días en hospitales sin cobertura sanitaria.
El ministerio de Salud sólo tiene a un especialista en traumatología para los 4,5 millones de habitantes de todo el país, el doctor Bertrand, que no ha perdido la sonrisa a pesar de lo que ve a diario. «Me han mandado a otro médico generalista para ayudarme, así que debo sentirme feliz», dice con sorna. Su puesto está en el Hospital Comunitaire de la capital, donde también encontramos a su único cirujano, obligado a operar sin anestesia.
Hay una noticia buena y otra mala. La buena es que la gente se ha acostumbrado a la guerra. Ahora sale de sus casas, lleva a los niños al colegio, compra en el mercado y bebe cerveza local en los bares. La mala es que la gente se ha acostumbrado a la guerra y su presencia ya no llama la atención a nadie, como si fuera el estado normal de las cosas.
Para algunos fue la visita del Papa Francisco la que trajo cierta estabilidad a Bangui, pero su efecto se pierde unos kilómetros hacia las afueras, donde la carretera de asfalto se convierte en tierra roja por la sangre de Abru Amel, un pescador de 37 años de Bría; de Sylvain Kokpi, un vendedor de carbón vegetal que vive a 37 kilómetros de Bangui; de Innocence Jeanne, un agricultor de Alindao… Es el recuento de los heridos recién llegados al hospital Sica de Bangui, operado por MSF, el único donde pueden tratarse este tipo de cirugías de guerra. A todos les preguntamos si recuerdan por qué empezó el conflicto. Ninguno conoce la respuesta.
Mientras, los traficantes han inundado la región con armas de segunda mano a bajo precio, pero que matan igual que las otras. Más allá de la capital, el sonido de los disparos es el latido del país de los olvidados con sus historias para gente que quiere olvidarles.
En el cementerio de Bangui no cabe un muerto más. La guerra ha acelerado lo inevitable: no queda un metro libre. Ante esa circunstancia se ha puesto de moda enterrar a tu familiar en el jardín de casa, en el huerto o en las afueras de la ciudad. Hay tal cantidad de jóvenes en paro que, por un precio ridículo, ellos mismos se encargan de todo. Te abren el agujero en la tierra, te contratan al cura y te montan el entierro. Así no tienes que atravesar el barrio musulmán si eres cristiano y viceversa. Divididos en vida y divididos también en la muerte.
La revista Forbes elabora todos los años una curiosa lista: los lugares más felices del mundo. El último clasificado siempre es el mismo: República Centroafricana, el país más triste del planeta. Hay pocas sonrisas más melancólicas que la de Ghislan, un tipo que, de haber nacido en la cara amable de África, podría encarnar sus propios sueños y no sus pesadillas. Nos recomienda dar una vuelta de nuevo por el cementerio de aviones.
A pesar de la decisión del gobierno de vaciarlo y de que varias excavadoras han removido toda la tierra (hasta con los muertos enterrados), muchos han decidido volver. Quemaron sus casas hace una semana y ya están instalados de nuevo junto a las avionetas decrépitas de Minair que servían para traer sacas de diamantes desde las explotaciones mineras del interior. El resto ha mudado el campo de desplazados tan sólo unos cientos de metros, hasta el destruido barrio de Fondo, junto al aeropuerto. «Hemos cambiado un limbo por otro, pero nadie quiere alejarse de aquí por si tenemos que volver a toda prisa», dice Ghislan.
– ¿Cómo podéis sobrevivir aquí?
– El problema es la pobreza. Y es un problema para todos: musulmanes y cristianos.
– ¿Y cómo se ha llegado a esta situación?
– Repartiendo armas a todos los jóvenes. Si tienes un arma, tienes una causa.