En la gobernación de Dohuk, donde habían llegado miles de iraquíes huyendo del estado islámico, las organizaciones humanitarias se afanaban. Todos opinaban lo mismo ya en septiembre: esta gente se va a quedar aquí varios meses y las próximas semanas serán cruciales. Las principales instalaciones en términos de saneamiento y de higiene han terminado en Dabin City. Las distribuciones de alimentos de emergencia han sido sustituidas por raciones mensuales. Los equipos de salud mental siguen recorriendo el lugar entre sesiones de relajación y actividades para los niños. Médicos sin Fronteras también interviene allí y ha instalado una clínica móvil, algo necesario dadas las dificultades de acceso al hospital más próximo. La coordinación entre los diferentes actores humanitarios es una necesidad en un entorno de estas características, para no perjudicar a las poblaciones.
En el terraplén central han aparecido algunos puestos y pequeñas tiendas. Allí se puede adquirir verdura, cigarrillos y otros alimentos básicos. Poco a poco, y si bien es precaria, se está desarrollando una microsociedad en Dabin, la ciudad a medio construir donde se han acomodado miles de personas. Un peluquero se ha instalado en una esquina, al pie de la torre 3. A pocos metros de donde se encuentra aparece de pronto una caja colgada de una cuerda, el medio más sencillo para subir agua y otros productos hacia las plantas más altas.
A menudo, son los niños, que se han quedado sin escuela, los que permanecen sentados en los puestos y quienes hacen la compra. Hay cientos de ellos en Dabin, muchas veces desatendidos y aburridos. No hay colegio, y existen muy pocas actividades exceptuando las que organizan las organizaciones humanitarias de manera puntual. La llegada de una persona ajena siempre es un acontecimiento y bastan unos minutos para que una decena de niños corran tras de mí y se arremolinen delante del objetivo. A mi paso, algunos repiten la misma palabra en bucle: «Mimo». Al principio no le presto demasiada atención, pero aprovechando la presencia de mi traductor le pregunto intrigado lo que significa. «Quiere decir tío», me contesta.
Los niños están por todas partes, en la oscuridad de los huecos de las escaleras con peldaños sin rematar y desprovistas de pasamanos, en los montones de ladrillos inestables de varios metros de altura, y corren descalzos entre trozos de vidrio roto y chatarra oxidada. La mayoría ha visto cosas que ningún niño debería presenciar jamás. Es el caso de Rahat y Mahdi, que se encuentran sentados, muy serios, en medio del terraplén y vigilan su puesto mientras esperan a un hipotético cliente.
Ane Farhan se apoya en el hombro de su nuera. Juntas van subiendo la interminable escalera de la torre 4. En la cuarta planta, la anciana —que camina encorvada por los años— se detiene, trata de recuperar algo de aliento y termina de recorrer los pocos metros que la separan del espacio que comparte con su familia. La estancia no mide más de diez metros cuadrados, con un boquete gigante por ventana y una sábana por puerta.
Se sienta al lado de su marido Abdallah. Juntos suman 165 años de una vida de trabajo lejos de las atrocidades de estas últimas semanas.
Los largos dedos de Abdallah trazan líneas en el suelo de cemento al recordar el camino hacia la montaña y el hambre sufrida. «Caminé a ratos de pie y a ratos a gatas, haciendo caso omiso del cansancio. Continuamente llegaban a nuestros oídos historias horribles, pero seguimos avanzando. Ni siquiera estaba vestido, me fui en pijama, y fue la gente la que me dio lo que llevo encima».
Al llegar a Zakho, alguna conversación con conocidos los lleva hasta Dabin City y sus torres en construcción. Recalaron allí, sin ninguna perspectiva: «Esperamos que nos den pan, comemos, dormimos, es todo lo que podemos hacer», explica Ane Farhan.
Toda la familia está reunida alrededor de los ancianos. Son 22 personas en dos estancias en las que la intimidad no es sino un vago recuerdo. Un recién nacido está durmiendo, tiene 26 días. Su madre menea mecánicamente su cuna. «Se llama Beijiman. Significa apátrida, como nosotros». El niño ha nacido en el hospital de Zakho. La misma noche del parto, a la madre se le pidió que abandonara el lugar, con el bebé en brazos.
Los demás niños deambulan por allí y de vez en cuando echan una ojeada curiosa al pequeño. «Aquí no tienen nada que hacer», explica Abdallah. «No pueden ir al colegio y su comportamiento ha cambiado. Han visto tantas cosas que nadie debería ver jamás», añade.
Una tabla colocada sobre unos cuantos ladrillos sirve para soportar toda la riqueza de Rahat y Mahdi: unos 20 paquetes de cigarrillos, patatas fritas y alguna golosina. Los dos adolescentes, de 13 y 14 años, no están en el colegio como otros cientos de miles de niños desplazados al norte de Irak. En lugar de esto, tratan de sobrevivir, pero como explica Rahat, «el negocio no es muy bueno». Es difícil vender cosas a gente que no tiene nada. Los dos chavales no han tenido elección y se han convertido en la principal fuente de ingresos de sus familias respectivas. «Es muy raro hacer esto en lugar de ir a la escuela».
A Rahat le gustaría ser profesor y a Mahdi, médico. Aunque preferirían estar en clase, los dos adolescentes no se quejan: «No estamos tan mal aquí, en la montaña estábamos muy tristes, había muchos muertos».
MÁS INFORMACIÓN:
Capitulo 2. Olor a muerte tras la huida
Capítulo 1. Ciudad Dabin: huir del Estado Islámico