Artículo de Miquel Carrillo y Carlos García Paret en coordinadoraongd.org
Uno no se levanta todos los días con el petróleo tejano cotizando en números rojos y con el Brent europeo pisándole los talones. Han pasado muchas cosas inverosímiles en esta crisis sanitaria, de esas que contaremos a nuestros nietos, casi todas tristes y apabullantes. Las cifras con las que abren los noticieros parecen transportarnos a uno de esos desastres naturales que siempre suceden muy lejos, y que solucionamos con un donativo y un pensamiento bienintencionado.
Sin embargo, que por primera vez en la historia reciente producir crudo sea una ruina, por causa de los costes de transporte y almacenamiento, combinado con la caída de la demanda, nos da una perspectiva diferente de lo que está pasando. Las imágenes son esclarecedoras y, sin embargo, se nos hace difícil imaginar cómo será el futuro. Está ahí, vea usted, el palito ese quiere decir en negativo, no hace falta más petróleo. Y los expertos nos dicen que se está convirtiendo en un «activo varado», es decir, una ruina. Hemos dejado de producir y hemos descubierto lo superfluo que era la mayoría de nuestro consumo o de nuestros viajes. Además, el cielo en la ciudad está limpio, como nunca. De repente, salvarnos ha cambiado el orden de nuestras prioridades. La vida se ha puesto en el centro.
Tan importante es ver la magnitud de la tragedia que vivimos como darse cuenta de esa posibilidad de cambio, vinculada a algo tan concreto como nuestros hábitos. No existe quizás otra imagen que explique mejor una crisis global como la de una pandemia: una partícula microscópica como un virus que pone patas arriba el mundo y que, surgiendo de un extremo del orbe, nos llega a todos irremediablemente, por encima de fronteras, y nos obliga a colaborar para afrontarlo con alguna garantía de éxito. Muchas voces se han hecho ya eco de algo tan evidente, pero merece la pena insistir. Sobre todo, para vacunarnos contra la posibilidad de rebobinar y volver al frame anterior a la emergencia, a una normalidad que parecemos anhelar pero que no era para nada perfecta. No faltan tampoco las voces que sugieren poner a un lado el medio ambiente para seguir alimentando nuestro PIB. ¿Quiere usted, empleo o pajaritos? La construcción del bien común no es ningún lujo; al contrario, debería ser la base de un nuevo sistema: exprimir los exiguos márgenes del sistema económico, relajando estándares y metas ambientales, es incompatible con nuestra supervivencia. El Green New Deal europeo tiene que demostrar, aquí y ahora, si se trata o no de una apuesta de cambio real de nuestra economía y, por tanto, de nuestra vida.
Quien defiende la selva, los ríos o el mar lejos de aquí, merece nuestra protección como si estuviera luchando por el aire que respiramos porque, efectivamente, eso es lo que está haciendo.
Si no conseguimos subirnos a esas fotografías de satélites enseñando cómo bajan las concentraciones de gases contaminantes en nuestra atmósfera o desaparece la maraña de estelas de aviones comerciales surcando nuestros cielos, habremos perdido también el horizonte internacionalista. Y sin él, es probable que caigamos en el error de querer seguir firmando tratados internacionales de comercio construidos de espaldas a cualquier evidencia científica sobre la situación límite en la que se encuentra nuestro planeta. O seguir sin asumir que quien defiende la selva, los ríos o el mar lejos de aquí, merece nuestra protección como si estuviera luchando por el aire que respiramos porque, efectivamente, eso es lo que está haciendo. Hay quien a pesar del COVID19 no ha parado. En muchos lugares del planeta el modelo depredador continúa su curso. Mientras las cámaras miran a otro lado, los bosques brasileños son devastados a un ritmo frenético; Bolsonaro da rienda suelta a la minería y la agricultura extensiva con la complicidad de inversores internacionales sin escrúpulos hacia bienes que son comunes a la humanidad. Y así en tantos lugares…
La salida de emergencia del año 2008 fue una huida hacia ninguna parte, una década perdida, años preciosos e irrecuperables en la transición que necesitamos y que ya casi nadie osa cuestionar. Sería absurdo rescatar empresas radicadas en paraísos fiscales o no exigir su descarbonización radical, e invertir más recursos en activos que han quedado obsoletos ante la pujanza de las energías renovables, como reclamaba, Jeremy Rifkin, en una reciente charla en Alemania. Decía el sociólogo estadounidense que se dio cuenta del cambio que venía, al hablar con unos estudiantes italianos de Fridays for Future y comprender cómo, por primera vez, un movimiento internacional, multicultural e intergeneracional exigía a la par y en todas partes una misma cosa, formando una comunidad auténticamente global. Y añadía que era imprescindible expulsar a la generación anterior de la sala de mandos de todo esto, incapaz de entender que no había más prioridad que la de salvarse ni otra manera que hacerlo que no fuera colectiva.
A lo mejor Rifkin tampoco lo ha entendido del todo creyendo que la tecnología va a poner las bases de una nueva economía en la que la pulsión acumulativa del capitalismo desaparezca, y las grandes corporaciones que han moldeado el mundo a su antojo colaboren filantrópicamente firmando su propia defunción o, al menos, una reconversión creíble. Conviene no olvidar la estructura de injusticias y opresiones sobre las que se ha construido el PIB, que se lo pregunten a las mujeres de ese mundo viejo o a quienes se dejan los nudillos en las minas africanas arrancando el coltán de la revolución digital.
Retengan ese número en rojo del petróleo, esa gráfica que desciende porque todo el mundo la empujó hacia abajo. Otro mundo era posible, como decíamos en los noventa, y quizás se parezca a ese cielo azul. En Houston no se lo van a creer, pero tenemos una oportunidad.